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18 may 2010


¿Quién le teme al arte contemporáneo?/ Rafael Lemus


Con el permiso del autor, uapt postea el texto ¿Quién le teme al arte contemporáneo? Los invitamos a consultar la interesante página de Lemus: http://www.rafaellemus.net/


Delante de mí anda una anciana, ochenta, ochenta y cinco años. Camina acompañada de hijos y nietos, seis o siete personas. Ante cada obra exhibida en el museo –el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), entonces recién inaugurado– se detiene unos segundos, gesticula, apunta: no me gusta, no entiendo, está fea, un niño lo hubiera hecho mejor. Cuando llega a la pieza de Teresa Margolles, estalla: unas cobijas, vaya tontería. Como para confirmar que de veras son cobijas, las toca, una y otra vez. Luego lee la ficha que acompaña a la obra y descubre que, en efecto, son cobijas pero no cualesquier cobijas: antes cubrieron los cadáveres de unos encajuelados, ahora están en un museo. Desde luego que grita. Desde luego que se aleja de la obra. Desde luego que los nietos ríen, y siguen.


Hablo de una anciana, pero podría hablar de decenas y decenas de intelectuales mexicanos: una y otros se comportan del mismo modo, manifiestan el mismo horror, ante el arte contemporáneo. Si no se cree, adviértase la reciente polémica en torno al MUAC y a Cantos cívicos, la malograda instalación de Miguel Ventura: textos, quejas, salibazos contra el arte actual. Veinte años después del escándalo desatado en Estados Unidos por Piss Christ (1987), de Andrés Serrano, se repite aquí, en clave paródica, el debate entre los defensores y los enemigos del arte contemporáneo. La sorpresa es que el grueso de nuestros escritores está, parece estar, del lado de los enemigos. No importa que el arte contemporáneo lleve ya mucho tiempo, ni que sean legión sus artistas y críticos, ni que haya bibliotecas y departamentos universitarios dedicados a la disciplina; ellos se expresan, en diarios, revistas y sobremesas, como si el fenómeno fuera nuevo y, peor, reversible. Que eso no es arte. Que no es bello. Que no expresa nada. Está bien: el arte contemporáneo es demasiado amplio y a veces frívolo y abundan, como en todas partes, los farsantes. Pero ¿cómo justificar la cerrazón, el rechazo absoluto de la creación contemporánea?


¿Qué se oculta detrás de esta intransigencia? En principio, un torpe celo gremial. Los escritores, esos escritores, escriben contra el arte contemporáneo para marcar su raya y señalar su pretendida primacía. Atrás quedaron, para ellos, los años en que los escritores y los artistas convivían tersamente, a veces codo con codo en una misma obra. Lo de ahora es la enemistad o, salvo durante la pasada polémica, la indiferencia. ¿Por qué? Para decirlo abruptamente, porque esos escritores se sienten amenazados. Antes la relación era posible porque las fronteras entre una disciplina y otra estaban, en teoría, bien trazadas: el artista plástico se ocupaba de las líneas y los colores y las imágenes; el escritor, de la narrativa y la política y las ideas, por decir lo menos. Pero ahora el artista –ya no sólo pintor sino instalador, performancero, videoasta, etcétera– ha abierto un boquete en la pared y se divierte con relatos y objetos y conceptos. De hecho, parece abarcar y utilizar casi todo, desde la fotografía hasta la escritura, desde el bendito urinario hasta sujetos de carne y hueso. Curiosa actitud la de estos escritores: intentan marcar una vez más los bordes en lugar de admitir que, más allá de las divisiones administrativas, la literatura y el arte son, al fin y al cabo, lo mismo –creación contemporánea.


Detrás de los enemigos del arte contemporáneo se oculta, también, un pila de cascados prejuicios románticos. Al revés de Duchamp, que alguna vez confesó a Pierre Cabanne ser agnóstico en el arte, algunos de ellos son creyentes y profesan devoción al Artista, la Obra, la Belleza. Como si los criterios románticos fueran invulnerables, atemporales, esperan del arte lo mismo que sus abuelos. ¿Hay que decir que ese, el romanticismo, no es un buen mirador para apreciar el arte contemporáneo? Si uno rinde tributo a la idea del artista melancólico y arrebatado, por ejemplo, no tolerará las obras de los artistas conceptuales, ni los trabajos creados colectivamente, ni la presencia de, digamos, los curadores. Peor: uno no entenderá que lo más importante en el arte contemporáneo suelen ser ciertos procesos, no los artistas. ¿Y qué decir del pesado culto a la Obra? Hay que desprenderse de él para empezar a apreciar la validez de los proyectos, los conceptos, los fragmentos.


Pero lo más grave es el miedo a lo informe, el amor a las etiquetas. Los enemigos del arte contemporáneo se oponen a este porque le temen, sobre todo, a lo abierto, a la violenta desdefinición (Harold Rosenberg) de las disciplinas artísticas. No sólo les repele que el arte pueda ser algo más que pintura y escultura; les horroriza la idea de que la peste se contagie y de pronto las novelas empiecen a parecer latas de sopa, o los poemas videojuegos, o los ensayos acciones. Su pesadilla es que la creación desborde los envases, los géneros, que ellos practican y estudian. Es decir, que la creación fluya. Una ansiedad semejante les provoca un objeto de uso cotidiano exhibido en un museo, o un performance celebrado en la vía pública. Se preguntan si eso es o no arte, si esa caja de zapatos, o esa corcholata, es una pieza de arte o un simple elemento de la vida diaria. ¡Como si los objetos no pudieran ser una y otra cosa a la vez! Lamentan, también, que cierta obra, firmada por un artista, pueda ser creada por cualquiera, cuando esa es una de las conquistas del arte contemporáneo: diluir la frontera entre artistas y espectadores, entre arte y vida. ¿O es que debemos condenar al espectador a una actitud pasiva y contemplativa? ¿Es que los artistas deben limitarse a su esfera, relamer su arte y prohibirse dar un salto para ver qué ocurre más allá de su jaula?


Al fin y al cabo, la oposición de muchos escritores mexicanos al arte contemporáneo es cosa vieja: se inscribe en nuestra larga, tediosa querella contra las vanguardias literarias. Repudiar el arte contemporáneo es sólo un episodio más en una tradición que incluye, entre otras linduras reaccionarias, la exclusión del estridentismo, la manía costumbrista, el desinterés por los medios alternativos, la inamovible fe en los géneros literarios, la corrección estilística. ¿Cuántas veces no se lee en revistas y suplementos mexicanos que la experimentación formal es un hábito anacrónico? ¿Cuántas veces se repite que lo practicado por un artista innovador fue ya hecho antes y que por lo mismo carece de validez? Sépase de una vez que la pulsión experimental no caduca –es una pulsión, no una costumbre– y que es posible repetir, recrear, radicalizar las vanguardias. Como ha escrito Hal Foster, no hay mejor manera de desconectarse de ciertas inercias presentes que reconectándose con los principios de las vanguardias históricas. Más aún: el proyecto de esas vanguardias permanece abierto y necesita ser completado. Por ejemplo: todavía son multitud los escritores que le temen al arte contemporáneo y es hora de aturdirlos.



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