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25 may 2010


Crítica de arte en tiempo real / Rafael Lemus


A saber qué los asusta más: si el uso de la palabra arte, empleada para describir objetos y gestos y procesos, o el término contemporáneo. A veces parece que es lo primero –que lo que inquieta a buena parte de los escritores mexicanos, tan obtusos ante el arte contemporáneo, es que la palabrita arte haya perdido su retintín aristocrático y designe ya tantas cosas. A veces parece que es más bien lo segundo –que lo que aborrecen es, en realidad, la obsesión del arte actual con el presente, su supuesto desdén por la tradición. De un modo u otro, el puchero. El ademán con que sugieren, satisfechos, que no entienden cierta pieza y que no piensan gastar su tiempo explorándola. La cansada afectación con que desprecian las novedades y vuelven, según farfullan, a los brazos de Racine o a las rodillas de Bernini. La sonrisita ladeada con que aseguran que hoy, carajo, ya no se produce nada interesante. Pero bien se sabe que no es un problema de producción sino de recepción: no es que no haya obras fascinantes, es que sencillamente les cuesta fascinarse.

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Ante la producción contemporánea, un prejuicio: es superficial.

No son pocos los escritores mexicanos que creen que el arte realizado hoy es, por fuerza, menos profundo que el realizado ayer. En parte, dicen, porque el tiempo es sabio y enriquece poco a poco las obras. En parte, rematan, porque el arte sólo puede plantarse en el pasado y muchas de las piezas contemporáneas, por no decir la mayoría, son creadas de espaldas a la tradición (o a lo que ellos entienden como tal: los hábitos románticos o clasicistas). Pues bueno: ¡vaya fijación con la profundidad! Además: es falso que el arte sólo pueda fincarse en el pasado –y, en rigor, es mentira que todas las raíces deban hundirse en un solo punto. Se sabe que existen organismos radicantes, como la hiedra, que tienen numerosas raíces aéreas y que se sujetan, simultáneamente, a varias superficies. Se sabe que así, radicantes, son, según Nicolas Bourriaud, las mejores obras contemporáneas: están fijas, pero no en el pasado. En el presente. O mejor: en los diversos presentes. Una pieza realizada para un sitio específico –se sujeta al espacio que la recibe. Una instalación –se fija donde esté y en cualquier momento. Otro ready-made –si funciona, se traslada de un sitio a otro con todo y raíces. Aparte, claro, de que las buenas obras contemporáneas terminan creciendo, como todas las buenas obras, dentro de uno.

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Ante la producción contemporánea, una queja: que no hay manera de juzgarla.

Que no existe la suficiente distancia temporal para evaluar justamente el trabajo de nuestros contemporáneos. Que carecemos de referencias, de asideros. Que sólo el tiempo –otra vez el tiempo– pondrá cada cosa en su sitio. ¡Tonterías! Quienes piensan de ese modo, y son legión, tienen una idea bastante pobre de la crítica –como si esta consistiera solamente en arrojar calificaciones y anatemas. Es verdad que una de las funciones de todo crítico es evaluar y que la raíz griega de la palabra “crítica”, krino, significa “separar, distinguir”. Pero también es cierto, y debería ser obvio a estas alturas, que criticar es bastante más que juzgar. Ya Derrida sugería posponer los juicios, diferir las conclusiones, para de ese modo extender durante más tiempo la reflexión crítica –para habitar más provechosamente las obras. En vez de precipitar el dictamen, explorar. ¿Qué? A través del arte actual: el presente.

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Porque es absolutamente posible examinar el horizonte (to scan the horizon –Rosalind Krauss) a través del arte contemporáneo.

Dígase lo que se quiera de este video, de aquella instalación sonora o de los vanos gestos de Fulano de Tal: que son redundantes, que son fallidos, que esto o lo otro. Pero no se diga, salvo que uno quiera engañarse, que las piezas de arte contemporáneo no están bien plantadas aquí y ahora. Por el contrario: empieza a ser claro que no ha habido, para bien y para mal, arte más atado, más atento, a sus circunstancias. Como prueba: el arte clasicista… y la búsqueda de una belleza atemporal; el arte moderno… y la persecución, a veces vertiginosa, del futuro; el arte posmoderno… y la reflexión sobre, otra vez, el proyecto moderno. Sólo lo que se ha terminado por llamar arte contemporáneo, o el mejor arte contemporáneo, puede presumir de padecer una sana cortedad de miras: incapaz lo mismo de extraer más provecho de las formas clásicas que de seguir yendo más allá, se fija en lo inmediato –en las condiciones materiales del presente. De ahí su creciente politización. De ahí, también, la banalidad que tanto irrita a sus enemigos: en vez de ser, oh, sublime y estar por encima de su tiempo, el arte contemporáneo contemporiza.

Dicho de otro modo: “En la actualidad –escribe Boris Groys– el arte contemporáneo no designa sólo al arte producido en nuestro tiempo. El arte contemporáneo de nuestros días más bien demuestra cómo lo contemporáneo se expone a sí mismo –es el acto de presentar el presente.”

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Esto para decir: extraña que sólo unos pocos, poquísimos, escritores mexicanos aspiren a explorar nuestro tiempo a través de la crítica de arte. Por cada docena que espera, afuera de las oficinas de los diarios, la oportunidad de alquilar una columna de opinión política, hay uno o dos valientes que todavía confían en el debate estético –o en que el debate estético es, puede ser, entre otras cosas, discusión política. Desde luego que no se equivocan: escribir, hoy, crítica de arte contemporáneo –o para el caso, de literatura o música o arquitectura contemporáneas– significa criticar nuestra época en tiempo real. Sencillamente no hay manera de pensar esta o aquella pieza sin involucrarse, polémicamente, con el presente –sin ensuciarse, al final, las manos. También por eso asombra, cuando no fastidia, la actitud de esos escritores que de vez en vez se asoman al arte contemporáneo con el objeto de escribir, tan tiernos, una “bella crítica”: un texto poético, y no un ensayo de actualidad, a partir de ciertas obras. Alguien tendría que avisarles que ya no se trata de escribir graciosamente crítica de arte –como si se hiciera el favor de legitimar las piezas al traducirlas a la jerga literaria. Se trata, de una vez y para siempre, de abrirse paso al mismo tiempo que las obras.

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Colaborar. Esa oportunidad, colaborar, se presenta a quienes ejercen hoy, gozosamente, la crítica de arte. Si no pueden opinar sobre un objeto enteramente producido, es verdad que pueden contribuir –como ha notado Michael Newman– en la producción de dicha obra. Que es como decir: pueden acompañar a los artistas, pueden crear en compañía.

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Al abrir la última galleta: El hombre que no goza fabrica la enfermedad que lo consume. Pascal Quignard.



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